Por Fredy Massad y Alicia Guerrero Yeste
El atentado contra las Torres Gemelas obsoletizó súbitamente la definición de conflicto a gran escala. Desde ese día, el mundo sabe que cualquier ciudad, individuo y escenario cotidiano es objetivo potencial de un ataque terrorista repentino simultáneamente capaz de acabar en segundos con la vida de centenares o miles de personas y de expandir una onda de terror absoluto sobre la conciencia de millones.
Aunque simbólica del inicio de un statu quo, la imagen de urbicidio que representó la aniquilación de las Torres Gemelas está más relacionada con el concepto de guerra en el que la destrucción de estructuras arquitectónicas opera como arma de asesinato de personas y, a la vez, como gesto bélico de imposición. Funcionó esencialmente para actuar como contundente primera intimidación. Lo planeado por los terroristas fue un ataque intelectualmente sofisticado ejecutado con medios casi rudimentarios. Nunca se sabrá qué ocurrió en realidad, ni cómo se gestó este asesinato en masa, ni qué dejó de hacer el gobierno de Bush para impedirlo.
Los ataques del 11 de septiembre de 2001 no produjeron ni la peor tragedia ni la más sangrienta matanza de la historia –si depende de la contabilización del número de víctimas-, pero fue seguramente el golpe más duro al sentimiento de vulnerabilidad humana de nuestro tiempo, por haberse producido en el corazón del mundo y por haberse podido vivir a tiempo real en todas partes, inaugurando así una nueva era de terrorismo gestado para atemorizar de manera efectista, intentando que cada atentado no sólo asesine sino que también tenga la mayor cantidad de espectadores posible.
Tras la devastación de las torres, su reconstrucción se concibió desde la perspectiva de que los nuevos edificios debían encarnar una simbología de democracia y victoria. Vistas retrospectivamente, en las propuestas participantes en aquel concurso para el World Trade Center, incluyendo el plan maestro de reconstrucción y la “Freedom Tower” de Daniel Libeskind, subyacía la dialéctica de triunfalismo moral de la administración Bush: la arquitectura debía erigirse como signo de resistencia frente a la mente diabólica de los terroristas, reafirmándose como entidad protectora y defensiva. Los posteriores atentados de Madrid y Londres no han vuelto a valerse de la arquitectura como artefacto asesino, evidenciando que aquella reformulación de ésta carecía del menor sentido para una época en la que los ciudadanos del mundo viven conscientes de hallarse en una situación de amenaza permanente.
Dejando aparte las tramas de especulación económica y la busca de beneficio político de las diferentes administraciones que desvelaron la trampa del proyecto de Daniel Libeskind, concentrándose en la naturaleza de éste como hecho arquitectónico es preciso valorarlo como resultado de un concurso en el que primó la emotividad impuesta sobre el proyecto recurriendo a clichés fáciles y sensibleramente patrióticos (como la altura de la torre, cuya altura en pies coincidía con el número 1776, año en que se proclamó la declaración de independencia de Estados Unidos y motivos alegóricos similares). Lo que condujo este proyecto al fracaso arquitectónico y la irrelevancia conceptual fue no haber sido capaz de encarnar en sí la comprensión de que tras aquellos ataques se produjo un quiebre psicológico mundial que forzosamente ponía en crisis la idea de la arquitectura colosal y prepotente, representativa de una sociedad que ya había dejado de existir tras el cambio profundo que se había producido en los treinta años transcurridos desde la construcción de las torres de Minoru Yamasaki –simbolizando el espíritu de la década de los setenta- y que su estrepitosa caída terminó de sentenciar. El análisis que la arquitectura debe hoy efectuar sobre sí misma debe trascender la mera vocación de actuar como expresión formal ideológicamente bienintencionada para reflexionar su posición en unas circunstancias definidas bajo el signo del ansia y temor.
El colectivo IGMADE –responsables del libro 5 Codes (Birkhäuser, 2006)- abandona la imagen de las torres atacadas y toma la constante situación en código amarillo -indicando que las probabilidades de un atentado terrorista son elevadas- del sistema de advertencia establecido en 2002 por el Departamento de Seguridad Interna de Estados Unidos (www.dhs.gov) como referente icónico del zeitgeist actual, sumido en la paranoia debida a la existencia del enemigo incierto e ilocalizable que puede emerger para masacrar en cualquier momento.
La paranoia, cree IGMADE, ha devenido un concepto desde el que redefinir significados para una arquitectura y un urbanismo que encarnaban un ideal moderno de sociedad pacificada. Su reflexión parte de la neutralidad política que le permite reconocer que en este estado de guerra ambos ‘bandos’ tienen sus propias formas de violencia –que directa o indirectamente implican a la arquitectura-, fundamentadas en ambos casos en este estado global de paranoia: terroristas aletargados en cualquier parte (cuevas remotas o apacibles suburbios de clase media), hipotéticas armas de destrucción masiva…imponen agresivas formas de supuesta defensa preventiva como la hipervigilancia de los movimientos de los individuos en edificios y la ciudad o el uso de lugares para la tortura de presuntos terroristas (Abu Ghraib, Guantánamo).
IGMADE defiende asimismo la idea de que el miedo al terrorismo devenga una fuerza productiva, como ejemplifica el ejercicio dirigido por Stephan Trüby -uno de sus integrantes- en la Universidad de Stuttgart proponiendo proyectar un World Trade Center desde la premisa de que resultase fácil escapar de él en caso de amenaza, demostrando que un edificio monumental debe poder defenderse de ataques; o su atención a “Escape from the Bank Job” de la artista Janice Kerbel, cuyo diseño del robo a un banco permite entender que la mente del terrorista sabe desplazarse para actuar libremente oculta entre los resortes restrictivos del ojo paranoico de cámaras de vigilancia y medidas de seguridad.
Esta paranoia no puede curarse con edificios que reparen una autoestima dañada. El desarrollo intelectual del planteamiento de IGMADE es aún excesivamente incipiente; no obstante, es necesario reconocer que han apuntado sólidamente a una clave desde la que asumir que el terrorismo y las políticas contra éste señalan que estamos en un nuevo tiempo y que la arquitectura está obligada a asumir la existencia de estos nuevos miedos, pero olvidan apuntar a la importancia de que esto debe llevarse a cabo sin transformar a los edificios en un fetiche ideológicamente fraudulento a través del que se manipule maniqueamente la auténtica realidad de los conflictos.
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